6 de febrero de 2007

Travesuras de la niña mala (Mario Vargas Llosa)


Hay vidas que giran en torno a un hecho, una persona o una idea, sometidas en sus vaivenes a decisiones ajenas. La libertad, el libre albedrío parecen desaparecer y desvanecerse. En ocasiones se trata de un sacrificio heroico, el individuo se convierte en instrumento, en medio, pierde sus contornos en favor de una utopía, de su familia, de su patria, etc. En otras ocasiones, la renuncia es por motivos más íntimos, más personales; de dificil expresión, fuero interno del hombre.

"Travesuras de la niña mala" es el relato de la vida de uno de estos hombres, un peruano, del barrio de Miraflores, que de niño se enamora de una jovencita a cuyo destino quedará unido de por vida. Ricardo Somocurcio emigra a París, ciudad a la que siempre ha aspirado y consigue trabajo como traductor e intérprete de convenciones y organismos internacionales (su voz y sus palabras no son otra cosa que la voz y palabras de otros). Su vocación de escritor (nunca puesta de manifiesto expresamente por el protagonista, si bien es insinuada por algunos de los personajes que le rodean), queda anclada en la traducción al español de obras de la literatura rusa del siglo XIX (cediendo esta vez su pluma a la palabra escrita por otros).

En este contexto grisáceo, de pequeña felicidad burguesa, como el propio protagonista reconoce, irrumpe la niña mala para sacar a Ricardo de su acomodaticia vida y llevarlo a los goces de la pasión más exacerbada. Los momentos de dicha son breves pues la niña mala sólo recala en Ricardo como marinero entre escala y escala, de camino a un nuevo amante más rico, más poderoso y más alejado de esa medianía que representa para ella la vida del traductor. No hay pues, personalidades más opuestas que las de los dos protagonistas de esta obra, y esta oposición es la que permite, como en ocasiones ocurre en la vida, un romance encendido y apasionada con fecha de caducidad.

A cada desaparición de la niña mala, Ricardo se hace el firme propósito de no volver a caer en la próxima ocasión, sabiendo, a ciencia cierta, que volverá a ocurrir. Precisamente cada una de sus desapariciones impulsa la novela abriendo espacios para introducir diversos temas y personajes. Así se suceden el París de los años sesenta, el Swinging London, las casas de citas más elegantes de Tokyo o los cambios urbanísticos de Lima en los años 80. Los avatares políticos del Perú ocupan un lugar importante gracias a la correspondencia que Ricardo mantiene con un tío suyo, abogado liberal que representa las buenas intenciones de una clase siempre a la espera de unos cambios políticos y sociales que cada vez parecen más lejanos e improbables. Ricardo comparte experiencias con disidentes políticos peruanos, con un antiguo compañero de infancia reconvertido en artista hippy, conoce a un traductor sefardí apasionado por los idiomas e incluso comparte amor ocasional con una diseñadora de escenarios teatrales italiana.

Cualquier lector conocedor de la vida de Mario Vargas Llosa podrá descubrir pequeños (o grandes) detalles autobiográficos e incluso no faltará quien considere a la niña mala como una versión remozada de la tía Julia de la mocedad y juventud del autor. Estos rastros no son, sin embargo, lo que perdura tras la última página de la novela, cuya lectura se justifica por sí misma. Su texto, en apariencia sencillo y accesible, salpicada de peruanismos, evidencia que la literatura de calidad no precisa de oscuros circunloquios y artificios huecos para ganar altura. Asimismo es una prueba viva de que sencillez no es sinónimo de ramplonería o falta de calidad.

Aunque no estemos ante la mejor obra del autor, tal y como ocurre con las novelas de ciertos escritores de la misma generación de Vargas Llosa, el cuidado en las palabras, el mimo a los personajes y situaciones, la coherencia entre fondo y forma y, por encima de todo, el placer de narrar (que se traduce en el placer de escuchar la narración), son marcas distintivas que hacen de cualquiera de sus novelas una lectura imprescindible.