30 de agosto de 2009

Carta de una desconocida (Stefan Zweig)


 

Cuando se ha evitado durante demasiados años la obra de un autor; cuando el peso de la misma, las enjundiosas opiniones de lectores más avezados y el reconocimiento unánime de la crítica parecen pesar como una losa; cuando uno demora esa lectura, abrumado por su extensión o simplemente perezoso ante la aventura de encontrarse con otro autor brillante que aumentará inevitablemente la montaña de libros “que no tendré tiempo de leer”... Cuando se tiene la sospecha de que quizá su estilo no se corresponda con aquél que actualmente más le gusta o que su temática pueda resultar ajena a sus intereses, a pesar de no negar que se trate de un clásico y que los clásicos son imperecederos... Y cuando finalmente, de un modo casual, espontáneo y casi sorpresivo llegamos a uno de esos libros (en este caso mejor sería decir que el libro llega a nosotros), abrimos las páginas de una de sus obras más reconocidas, quizá la más breve y por tanto la menos amenazante, podemos sonreír con cierto azoramiento; podemos alegrarnos de la espera ya que es justo pensar que éste y no otro era el momento adecuado y que, tal vez, hace diez años no habríamos valorado del mismo modo que ahora hacemos las sutilezas del lenguaje de Stefan Zweig, pues de este autor hablamos. Ni podríamos haber profundizado más allá de la anécdota que narra, ni descendido a las pulsiones más profundas sobre las que se enrosca la historia. Mayores y más sabios, o más escépticos y, por tanto, más necesitados de una convicción prestada. Y así es el descubrimiento de una historia que nos abre a la vida y al resto de la obra de este autor al que ya no nombraré con cierto temor reverencial y sin poder opinar sobre él más allá de lo oído o leído a otros. Y con todo este largo preámbulo tan sólo pretendo decir que en ocasiones he demorado lecturas que sé imprescindibles y urgentes, dejando llegar el momento adecuado. Y que en ocasiones ese momento quizá nunca llegue pero que en otras, más frecuentes por suerte, la espera parece despertar un leve hormigueo mientras paso las páginas, ese hormigueo y ese ansia de imaginar más allá de las palabras, esa imaginación que sólo espera de un buen libro para remontar. Y es que ése es el efecto que me ha causado Carta de una desconocida, pese a que lo concreto y preciso del lenguaje de Zweig parece dejar poco espacio para la especulación del lector. Todo lo contrario, el dibujo que hace de los personajes y de sus impulsos permite elevarse sobre el texto, mientras nuestros ojos siguen ya ciegos las líneas, y pensar en las secretas motivaciones de una mujer que tras sufrir una vida de entrega secreta decide, ante el cuerpo sin vida de su hijo, escribir una única carta dirigida al objeto de su amor, de toda su vida, para hacerle saber de su sufrimiento, para abrirse a él como no fue capaz de hacerlo hasta ese momento. Y uno piensa en qué habría hecho en su lugar (o en el lugar del destinatario de la carta). Y así, podemos sentir el profundo dolor de una madre que ha perdido a su hijo pero no puede siquiera pensar guardar unos instantes para pensar en las horas que ha vivido con él, o lamentarse de la vida que ha perdido sino que, en lo más íntimo de su dolor, trata de evocar sus momentos más felices, compartiéndolos con el objeto y causa de su felicidad y de su desdicha. Pero dejando de lado la interpretación más usual de que la carta encierra un profundo amor no correspondido, una relación desigual, unidireccional, tomo prestado el ambiente vienés en el que se ambienta el relato y pienso que la carta es un gran monumento a la determinación y al amor propio, a las vidas que se frustran por sí mismas, incapaces de hallar un lugar en el mundo. ¿Quién es la desconocida remitente de la carta?¿La niña que se enamora de un vecino que representa todo aquello de lo que ella ha sido privada, que es la ventana que le permite mirar más allá de su drama familiar?¿O la joven que con determinación decide regresar a Viena ganándose la vida duramente y que logra por fin atraer levemente la atención de su amado?¿O quizá la mujer que por el bien de su hijo, logra fortuna y admiración de otros hombres que le resultan indiferentes?¿O tal vez la mujer que decide poner por escrito su vida, pese a que aún es joven, pocas horas antes de que entierren a su hijo, rompiendo un silencio que ha durado toda su vida? En las pocas ocasiones en que la desconocida dama accede a la intimidad de su amado, siempre ansía con desesperante vehemencia que éste la reconozca. Pero, ¿a quién espera que reconozca, a cuál de todas las mujeres quiere que reconozca? Porque, lo más dramático de su larga epístola es que la joven parece desconocer quién es ella misma, enajenada de su vida, no comprende que su galán ha reconocido en ella lo que realmente era en cada momento y, de este modo, creo que la ha amado como ella no ha sido capaz de hacer. Tesis arriesgada y polémica, ya sé. Es mérito de Stefan Zweig el haber escrito esta larga carta que deja tantos interrogantes como los que la joven pretende desvelar. Porque al fin, la desconocida sigue en su penumbra. Sus intenciones y anhelos parecen más ocultos e indescifrables cuando finaliza la carta que a su inicio. Y ésta creo que es la mayor virtud de este libro que despierta la imaginación adormecida de unos lectores demasiado acostumbrados en nuestros días a que el autor arruine nuestro campo de libertad interpretativa. Con traducción de Berta Conill, la editorial Acantilado publica esta obra echándose de menos, al menos en este caso y en el de otras novelas breves del mismo autor, una mínima introducción que sitúe en su contexto la novela respecto de la obra de Zweig y la de éste dentro de la Literatura del siglo pasado, si bien nada de esto impide una valoración acertada del mérito de la misma. La ausencia de nombres que definan a los personajes, que los humanicen, refuerza esa vinculación directa con el lector, esa apelación a su criterio. De otro lado, determinadas reiteraciones (como la mención al hijo muerto) van creando una tensión creciente que Zweig sabe manejar sin caer en la sensiblería y limitando con fuerza cualquier exceso de drama más allá de la propia locura de la desconocida narradora. Un texto en apariencia sencillo que habla de una pasión que lastra una vida pero también de los impulsos irracionales que a todos nos asaltan ocasionalmente y tras los que corremos el riesgo de extraviarnos; en ocasiones el riego está en no correr tras ellos, ¿quién lo sabrá a priori?. Un texto en definitiva que nos habla con interrogantes que deberemos tratar de responder en la intimidad si pretendemos estar a la altura de lo leído.

23 de agosto de 2009

El Palacio de la Luna (Paul Auster)


A Paul Auster le gusta encerrar varias historias en cada libro que escribe. El modo en que se desarrolla cada una de ellas, cómo se relacionan entre sí y la manera en que interactúan para crear un territorio temático común, es fruto de su talento para la narración. El lector se adentra en sus novelas seducido por una prosa sencilla pero implacable (mención inevitable a la labor traductora de Maribel De Juan), que apenas da oportunidad de apartar la lectura por unos instantes, hasta llegar a un punto en el que se descubre a sí mismo envuelto en una trama sólo aparentemente lineal y simple, plena de simbolismos que comienzan a explicitarse.

Por una vez, adelantaremos los fundamentos de cada una de esas historias sin llegar a desvelarlas por completo para aquellos que no hayan leído la novela y con el afán de destacar aquellos aspectos en los que El Palacio de la Luna resume la temática austeriana.

En El Palacio de la Luna tenemos la historia de Marco Stanley Fogg, un joven de padre desconocido y huérfano de madre que ha vivido bajo el cuidado de su tío y que a la muerte de éste parece no tener interés por integrarse en la vida tal y como la entienden otros jóvenes de su edad. Completa sus estudios en la Universidad de Columbia gracias a la venta progresiva de los libros que su tío le ha dejado casi como única herencia. Agotado el dinero, M.S. Fogg termina viviendo como un vagabundo en Central Park hasta que es rescatado por un amigo de la Universidad (Zimmer) y una chica oriental (Kitty Wu) a la que ha conocido casualmente por un malentendido.

Después de vivir un tiempo en el apartamento de Zimmer comienza a trabajar como ayudante personal de un excéntrico anciano prácticamente ciego. Tras un tiempo en el que su único cometido parece ser el de leer en voz alta erráticamente los libros que su patrón le indica, pasa a leer noticias de prensa y posteriormente necrológicas, momento en el que Fogg es informado de que el verdadero motivo por el que ha sido contratado es el de escuchar de labios del anciano la historia de su vida y así poder componer, con vistas a su próximo fallecimiento, varias necrológicas, todas ellas para la prensa, salvo una, la más extensa y completa, la que da cuenta de su vida real, la única totalmente fiel a los hechos, que deberá ser entregada a su hijo, al que abandonó sin saber de su existencia y que desconoce que su padre sigue vivo.

Pero tenemos también la historia de Mr. Effing, de nombre originario Julian Barber, reconocido pintor que decide viajar al Oeste para retratar los paisajes de la frontera americana al tiempo que aprovecha para poner distancia con su fría mujer. En el Oeste, sufre un asalto y queda abandonado en medio de un paraje desértico. Barber concluye que si el mundo le cree muerto, no puede dejar pasar la oportunidad. Después de vivir un tiempo aislado, regresa a la civilización como Thomas.Effing y hace fortuna, aunque ya no como pintor sino como financiero. En una fiesta, alguien le hace notar su parecido con un famoso pintor desaparecido hace años, lo que sume a Effing en la confusión y pierde la firmeza y determinación que le habían empujado hasta el momento. Comienza a sumergirse en su propio infierno particular (paralelo al que M.S. Fogg vive en Central Park) haciéndose habitual visitante del Barrio Chino; finalmente un accidente le ata a una silla de ruedas y, huyendo de su destino y de su país, se instala en Europa donde residirá hasta que decida su regreso final a Nueva York.

Y, para concluir el tríptico de El Palacio de la Luna, tenemos la historia de Solomon quien crecerá tratando de reconstruir la figura del padre ausente y terminará por crear una imagen de sí mismo, una identidad, que le proteja. Engordará, llevará sombreros absurdos y trabajará en diversas Universidades mediocres pese a su innegable talento académico, cambiando frecuentemente de una a otra. Su único romance en este tiempo es una alumna a la que amará por una sola noche y que luego desaparecerá. Su vida errática, gris, condenada a la apatía y la falta de nervio es la réplica del Central Park y el Barrio Chino de los otros dos protagonistas.

Las tres historias terminarán por converger en una única de la manera más sorprendente (sin duda, muchos podrán anticipar el cómo leyendo la solapa del libro), apareciendo así una de las constantes de las novelas de Paul Auster: el azar. Sus novelas parten del realismo y la verosimilitud pero, sin embargo, el azar se inmiscuye en ellas para darles ese aspecto fantasioso y novelesco que atrapa al lector. Sus personajes, simples y cotidianos la mayoría de las ocasiones, pasan a un primer plano gracias a azares dudosos, encuentros inverosímiles o asociaciones totalmente arbitrarias, de manera que la acción se desencadena casi sin que el lector pueda prevenirse ante lo que está por llegar.

La Literatura es otro tema básico en las novelas de Auster. Sus personajes suelen ser escritores o, al menos, personas que dejan constancia escrita de los hechos. El Palacio de la Luna se presenta como un libro escrito por Fogg pasados varios años después de los acontecimientos narrados. Mr. Effing también siente el impulso de escribir la historia de su vida y Solomon escribe un remedo de novela en la que plasma sus fantasías en relación a la figura del padre ausente. Asimismo, las referencias literarias son innumerables, desde escritores franceses (Auster trabajó en París como traductor) hasta una sorprendente alusión al Lazarillo de Tormes. No olvidemos, como ejemplo de la ironía de la que está repleta la novela, que Fogg sobrevive durante un tiempo gracias a la venta en tiendas de segunda mano de la herencia en forma de libros que su tío le deja, herejía que pocos bibliófilos pasarán por alto.

Otra constante en numerosas obras de Auster es la búsqueda de la identidad. Partimos de que los protagonistas son, en muchas de sus obras y El Palacio de la Luna no es la excepción, individuos que, o bien parten de la confusión y la incapacidad de sacar partido de sus talentos, imposibilitados para erguirse y tomar una determinación sobre el rumbo que desean para sus vida, o se trata de personas que atraviesan una profunda crisis personal que les lleva a ese estado.

Seres acostumbrados a presenciar las acciones de otros, su pasividad les lleva al escepticismo y la tolerancia, en ocasiones incluso se puede decir que parecen carecer de principios toda vez que admiten lo que se les viene encima haciendo poco por encauzar su propia vida. Sin embargo, en su pasar por la vida, se entrecruzan con personas e historias que les hacen reflexionar e, incluso, modifican su actitud, su visión del mundo.

Frente a Mr. Effing, capaz de reconstruirse a cada momento, de reiniciar su vida si es necesario en una huida continua hacia el futuro, y a Solomon, adaptado a una realidad mediocre pero que él mismo parece haber elegido para sí, Fogg espera que el curso de la vida le aclare lo que desea. Los cambios bruscos que definen su existencia son fruto de un azar que parece guiarle discretamente hacia un destino que resulta indiferente a Fogg. Más bien, el joven protagonista de El Palacio de la Luna parece carecer de empuje o personalidad definida, se integra en la vida gracias a proyectos ajenos; observa a quienes le rodean y de ellos extrae sus enseñanzas evidenciando cierta necesidad de involucrarse a través de estos mediums. Ni siquiera el sorprendente final y la revelación que se abre a los ojos de Fogg logran desperezarle, sacarle de ese sopor blando que parece consustancial a su ser.

La soledad es otro de los temas recurrentes en las obras de Auster. Sus personajes viven en soledad, con independencia de que tengan o no un amplio círculo de amigos, la esencia de su vida es la soledad, tal vez con el fin de mantener un precario equilibrio interior. Esta soledad y el modo de amoldarse a la misma como forma de conocimiento es una de la claves de El Palacio de la Luna y un tema recurrente en cada una de las historias en que se descompone. Ninguno de los protagonistas parece incómodo en dicha situación, antes bien, reducen su contacto con el resto de la sociedad al mínimo imprescindible.

Muchos otros temas se deslizan en esta novela que admite una lectura superficial, atenta a la trama y al modo en que las historias se imbrican y una lectura algo más profunda (no mejor, ni más placentera) que buscará dotar de sentido a cada episodio, explicar el simbolismo que la luna ofrece al conjunto, reflexionar sobre el viaje como experiencia, buscar paralelismos con la vida del propio autor o incluso leer la novela como una parábola sobre la historia de los Estados Unidos, su pasado y su sentido histórico.

Puede decirse que El Palacio de la Luna es la primera gran obra de Auster o, al menos, la primera que anticipa la mayoría de temas que terminarán siendo consustanciales a sus novelas posteriores. El propio Auster ha manifestado que es su obra más querida, no en vano los primeros borradores se remontan a su época universitaria, si bien, no es hasta 1989 cuando se publica definitivamente.

Dicen que hay autores que escriben muchas veces el mismo libro, puede que Auster vaya camino de convertirse en uno de ellos, por eso, si alguno de sus libros puede resultar más imprescindible y necesario, será precisamente éste.