14 de mayo de 2011

El esnobismo de las golondrinas (Mauricio Wiesenthal)


“Cuando en el mundo reina Nerón, sólo caben dos gestos de fastidio: Séneca o Petronio. Me gusta más el segundo porque con el estoicismo puede hacerse una secta moralista o, incluso, un Estado; mientras que el esnobismo es una libertad sin fronteras.”


Hay personas extravagantes, pero también hay libros extravagantes. Libros que se salen de lo ordinario, del trillado narrar al que estamos acostumbrados y que, por tanto, están llamados a dejar un poso más profundo en quien los lee.

También hay libros necesarios. Necesarios para el autor, para expresar al mundo lo que hasta ese momento aguarda inquieto en su interior o necesarios para los lectores, deseosos de vivir experiencias ajenas y ficticias, de verse reflejados, aunque sea levemente, en la imaginación e ingenio de otros. Pero hay también libros que son necesarios por sí mismos, al margen de autor y lector, que deben poder descansar en alguna (no es necesario que en muchas) biblioteca o en el estante de una casa. Libros que, como un baúl de aquellos que empleaban las estrellas de cine en sus viajes transoceánicos, sean capaces de recoger cuanto es necesario para tan larga travesía.

Hablo de esos libros que pueden leerse de seguido pero que pueden también tomarse cuando el ánimo lo requiere (de igual modo fueron escritos) puesto que en cada una de sus páginas se encuentra la esencia del mismo. Son los libros que ya no huelen a encuadernación reciente sino a los aromas escondidos u olvidados que el autor apresó en sus páginas, que reflejan la turbulencia de un pasado que parece escurrirse como arena en nuestras manos.


Mauricio Wiesenthal

El esnobismo de las golondrinas de Mauricio Wiesenthal reúne todas esas circunstancias y aún muchas otras que hacen de él una lectura apasionada, tan ajena a nuestras letras actuales que uno apenas cree que el autor sea de estas tierras.

Pero leyendo sus páginas se advierte que el libro no se aferra más que al recuerdo de los tiempos y lugares que conformaron una idea de Europa que parece condenada a la memoria de algunos intelectuales . Porque El esnobismo de las golondrinas es un libro de viajes y de memorias, un diario íntimo de fobias y pasiones, un homenaje a todo lo que fuimos.

Como una inmensa tabla flamenca que recoge con fidelidad la inmensidad de detalles y signos, palabras y nombres que han sido los últimos siglos de nuestra Europa, un juicio acertado sobre un tiempo que sólo se conjuga ya en pasado y que ha cedido su paso a una sociedad que ha renunciado a lo peculiar, a lo propio, bajo el dictado de la eficiencia y la homogeneización. 

“Ser europeo es vivir en un pequeño continente que puede recorrerse a pie. Y el pie es, también, una medida de la poesía… Tengo razones para sospechar que los partidarios de la lectura rápida -en cierto modo, fast food- no tienen paladar literario. Leen para informarse, que es un propósito utilitario que no tiene nada que ver con el arte. Porque el gusto es siempre un rodeo; o sea, golondrinas, lirios y pavos reales… Para los que tienen prisa hay también pizza express.”
Wiesenthal destaca con melancolía cómo perdimos una Europa que se podía recorrer andando, como tantos célebres hombres hicieron, para llegar a una Europa que se recorre en trenes de alta velocidad para impedir que nos conozcamos, que apreciemos nuestra herencia y nuestra forma de ser. Cuando la velocidad es la meta y cada capital de provincia desea su propio aeropuerto comenzamos a perder el norte.


Mauricio Wiesenthal en París

Por eso este libro se erige como brújula que pretende guiarnos por todo aquello que hoy ha pasado a convertirse en simples apeaderos apenas transitados, aún en las grandes capitales copadas por el turismo. Para viajar, para buscar la historia que hay detrás de las piedras y las vidas de los que las esculpieron hay que ser un poco esnob. Como las golondrinas a que alude el título, viajeras incansables que apenas podrían responder si se las preguntase cuál es su hogar, los verdaderos esnobs no son aquellos que se visten para mostrar una marca sino quienes se aferran a los placeres de la vida, quienes saben sorberla pausadamente a la espera de los malos tiempos que siempre terminan por llegar, los que hacen de la bohemia un modo de vida, no una pose.

Con todos estos retales hace Wiesenthal una obra articulada en capítulos referidos a una ciudad o paisaje y al modo en que nos desplazamos. Así, visitamos Viena y las riberas de los ríos, Venecia y sus cafés oscuros o las riquezas de sus palacios, Barcelona y el espíritu literario y artesano que la habita, el Paris literario o la fría Estocolmo, la Roma del Romanticismo que popularizaron los escritores ingleses del siglo XIX o el Estambul de Loti. Porque las fronteras de esta Europa de Wiesenthal llegan hasta Marrakech y los misterios de su desierto o al Nueva York destino de los grandes transatlánticos.


Caffe Greco

Como los marinos, Wiesenthal deja una mujer en cada puerto pues en cada capítulo aparece la figura de una amada, personificación en muchos casos de la esencia de la ciudad y metáfora de la misma. De su mano conoce cada rincón y secreto que ocultan las calles y los palacios de esta Europa.

Pero transversalmente, los protagonistas son los centenares de personajes (sería una labor ímproba elaborar un índice onomástico) que han forjado esa idea de Europa que el autor defiende y preserva en sus páginas. Partiendo de los judíos y gitanos, pueblos nómadas que forjan el carácter europeo al actuar como nexo de unión entre culturas y pueblos, el germen de esa comunidad que hoy se organiza de un modo algo más burocrático. Por sólo citar a algunos de los héroes de estas páginas, citaremos a Isadora Duncan, Coco Chanel, Stefan Zweig, Keats, Byron, Haendel, Mallarmé, Blasco Ibáñez, Goethe, Picasso, Josephine Baker, Cocteau, Tolstoi, Sisi o la Bella Otero.

Y el decorado en el que todos ellos actúan salta desde los salones alfombrados del Queen Elizabeth, a los vagones del Orient Express (cada vagón con su propia historia) o el esplendor de los más famosos balnearios del siglo XIX. Wiesenthal homenajea también a los grandes hoteles hoy ya derruidos o que claman por una digna restauración que evite su destino de ser reconvertidos en cómodos y anodinos estandartes de cadenas internacionales. Y se regodea recordando sus visitas a los grandes cafés de París, el Florian de Venecia o el Greco de Roma, todos ellos cargados de historia y de historias que sabe administrar para que la anécdota no aparte del camino al lector.

De esa mezcla Wiesenthal logra hacer un libro que, pese a su notable extensión (tan esnob por otra parte) se lee como una apasionante novela. El estilo puede resultar en ocasiones algo engolado, pero es forzoso reconocer que en absoluto fuera de lugar. El subjetivismo que inunda estas páginas, lejos de restar mérito al testimonio, acrecienta el valor de lo expresado. El lirismo se adueña del texto marcando el ritmo que desgrana anécdotas históricas, detalles biográficos desconocidos y reflexiones personales en un modo enciclopédico.

“Se van también los viejos cafés donde nos fuimos convirtiendo en escritores, deshojando las flores, malgastando la vida y soñando en la gloria. Porque el café fue siempre el hogar de los que vivimos de alquiler, defendiéndonos de la propiedad en el calor de la tribu: cafés con pianista, merenderos de parque donde se quedaban las manos heladas y era más fácil darse un beso que acabar un verso, cafés de velador de mármol y divanes rojos, tabernas de puerto y de mala vida; aquellos cafés de París, que se perdían entre nubes de poesía, como vagones de terciopelo antiguo; y el Caffè Greco de Roma, donde quemábamos tabaco en honor de Liszt, mientras la tarde -convertida en rapsodia y humo- se derramaba por las escaleras de la Piazza di Spagna; y los cafés de Venecia, donde las páginas blancas se nos volvieron hojas húmedas, violines negros, góndolas náufragas; y aquel café turco de la colina de Eyüp que nos enseñó a vivir con ilusión el crepúsculo; y los cafés de la vieja Ginebra, santuarios donde veneramos con ofrendas de perfume, a la Madonna de la Malinconia de nuestra bohemia; o los cafés de Viena, donde se volvieron amarillos los periódicos de nuestra juventud, en aquellos días mágicos que convertían las cartas en flores, las hojas en abanicos, y la pena de escribir en una especie de alegría; sin saber por qué, pero sin preguntarse nunca cuánto.”


Y al volver la ultima página uno querría seguir leyendo sobre más ciudades y personajes (o sobre los mismos, tan familiares nos los ha hecho Wiesenthal), sentir esa melancolía que en ocasiones se cuela entre líneas para recordarnos que la muerte también llega a las golondrinas, en especial a ellas. Y sentimos el deseo de viajar en esos trenes que sirvieron para unir a Europa como no lo hacen hoy los aeropuertos, y hospedarse en el Grand Hotel o en un decadente balneario (hoy diríamos spa) de Karlovy Vary. Pero también habremos aprendido que la Europa que nos precedió no es aquella amiga de comprar la belleza sino de crearla, es la Europa de los artesanos, del esfuerzo y el talento de la genialidad que se manifiesta en personas que saben catalizar las tradiciones y la herencia cultural que han recibido. Que no lo perdamos.