25 de noviembre de 2011

El cerebro infantil. La gran oportunidad (José Antonio Marina)



El cerebro infantil: La gran oportunidad es el segundo volumen que publica José Antonio Marina para la Biblioteca de la Universidad de Padres (a través de la editorial Ariel) tras La educación del talento.

La filosofía y organización repite el mismo esquema que el libro anterior: Cada capítulo comienza con una serie de exposiciones teóricas, posteriormente se da paso a la opinión de expertos y eminencias en la materia y finalmente, se abre un diálogo entre el autor y diversos interlocutores en una simulación de una conversación informal en la cafetería del campus emplazando al lector para que se continúe el diálogo en el foro abierto para cada capítulo en la página web de la Biblioteca de la Universidad de Padres.

Porque el libro tiene su propia página web que permite tener acceso a abundante información agrupada por capítulos (perfiles y biografías de los expertos citados, referencias bibliográficas, entrevistas, artículos, videos, ...) que sirven para satisfacer la curiosidad de los más exigentes que quieran dar un paso más allá del texto y abrir nuevas vías de reflexión.

Entrando ya en el contenido del propio libro, obviaremos los primeros capítulos que dan cuenta del conocimiento más reciente sobre la arquitectura del cerebro, dado que es un tema abundantemente tratado en muchas otras obras, dejando que sea el propio José Antonio Marina quien nos explique este apartado.




Gracias José Antonio. Es ahora cuando entramos ya en la verdadera esencia de esta obra, que no es otra que el modo en el que los padres -y profesores- pueden ayudar a sus hijos a la vista de estos conocimientos, sacando partido de esa extraordinaria estructura que es nuestro cerebro.

Marina tiene claro cuál debe ser el objetivo de lo que denomina la Nueva Frontera Educativa: forjar la personalidad del niño para que sea capaz de desarrollarse en un entorno cambiante con las mejores armas posibles, como son el optimismo, la creatividad, la resilencia, etc.

Los conocimientos de la Ciencia de nuestros días nos alejan del modelo del buen salvaje tan querido por los ilustrados del siglo XVIII, de esa metáfora de la tabla rasa sobre la que podemos dejar la impronta que deseemos. No, los bebés vienen a este mundo con una parte de las cartas ya repartidas, lo que limita y condiciona de algún modo la labor educativa, que deberá acomodarse a estas circunstancias para lograr el objetivo citado.


Tres son estos grandes condicionantes previos: el sexo, la propia capacidad individual y el temperamento. El sexo, a través del sistema hormonal afecta a funciones neurológicas, al modo de sentir y de relacionarnos. Asimismo, cada niño tiene características y capacidades propias que les diferencian del resto. Unos son más intrépidos y extrovertidos, otros captan mejor las ideas teóricas pero son más lentos con las prácticas. Finalmente, el temperamento es el conjunto de elementos heredados como son la sociabilidad, la emocionabilidad o el nivel de actividad.

Todos estos factores no son inmutables, pero sí difíciles de “ajustar” y deben ser tenidos en cuenta a la hora de educar a los hijos para hacerlo de manera personalizada, adecuándonos a cada temperamento y al ritmo de cada niño. Esto hace de la educación una labor realmente interesante y sumamente compleja.

Para ello, podemos apoyarnos en una de las más sorprendentes propiedades del cerebro: la plasticidad. Sabemos que las estructuras cerebrales no son fijas, que no es cierto que aquellas habilidades que no hayamos desarrollado antes de los tres años nos resultarán prácticamente inasequibles. Que no es cierto que el número de neuronas de las que disponemos sea un número decreciente, sino que su producción no se ve alterada por la edad. Que las conexiones se rehacen en función de las circunstancias (p. ej. en caso de accidentes que afectan a funciones cerebrales básicas) o de nuestro propio influjo (p. ej. cuando comenzamos a estudiar un nuevo idioma).



La plasticidad es, por tanto, la principal herramienta de los educadores, la expresión científica de que su labor tiene sentido, de que podemos influir y afinar esas cartas que la genética nos entrega arbitrariamente. ¿Y cómo influir en el cerebro para sacarle partido? La apuesta de Marina pasa, entre otros puntos, por reivindicar la denostada memoria, no entendiéndola al modo tradicional, sino más bien como el conjunto de comportamientos, esquemas de respuesta y estrategias “aprendidas”. Su ejemplo es muy clarificador: Nadal debe “memorizar” cada movimiento, cada posición de sus músculos, cada reacción ante el saque de un contrincante, todo debe haber sido ejercitado, memorizado previamente y organizado en esquemas de respuesta dado que en el terreno de juego es imposible racionalizar lo que debe hacer. La memoria es la capacidad para automatizar esos movimientos y reaccionar.

El recuerdo es la forma en la que la memoria recupera y reconstruye la imagen del pasado en el presente, es el germen de emociones, favorece la creatividad y el buen gobierno de nuestra inteligencia.

También se plantea Marina si tenemos capacidad para mejorar la inteligencia de nuestros hijos (y, de paso, la nuestra). La buena noticia es que la idea que tengamos de nuestra inteligencia condiciona nuestra capacidad de aprender. La inteligencia puede mejorar en cuanto a su estructura (fomentando la creatividad o la atención, el interés por el entorno) o en cuanto a su contenido. Hay que enseñar al niño a que maneje su propio cerebro para lograr potenciar sus extraordinarias facultades.



Todos conocemos a personas que han perdido el interés por su entorno, que carecen de la motivación suficiente para interrogarse, que han reducido su vida intelectual a una mera rutina. La inteligencia de estas personas se reducirá paulatinamente.

Aclarado que nuestra inteligencia cognitiva puede mejorar, ¿podemos decir lo mismo de la inteligencia emocional? Entendemos por inteligencia emocional aquélla que contribuye del modo más poderoso a dominar nuestros sentimientos, a motivarnos, que configura una visión del mundo a través de las relaciones con otras personas y que, en definitiva, condiciona todo nuestro proyecto vital. Y también a esta inteligencia le es aplicable la plasticidad, la capacidad para ser moldeada. Por eso la educación debe esforzarse en forjar una inteligencia emocional capaz de contribuir del mejor modo posible a construir ese objetivo. Es durante el segundo año de la vida del niño cuando se forman las conexiones que le permitirán controlar sus propias emociones y, en gran medida, el éxito en esta fase determinará el grado de impulsividad, de autocontrol, que tendrá el adulto del mañana. De ahí que la importancia de la disciplina sea vital desde un principio, como modo de dar seguridad al bebé al tiempo que se le educa en las habilidades emocionales que le servirán el día de mañana.

Pero, ¡cuidado! La disciplina a que nos referimos es la que marca límites lógicos al niño (no la que limita al niño), es la que se enseña al niño (no la que se le impone) y es la que va acompañada de afecto y cariño (no la que hace el papel de “poli malo”).


Y hablando de afectividad, dado que estilos afectivos que pueden no ayudar a un desarrollo pleno, hay que fomentar aquellos que permitan un crecimiento en positivo. Muchas respuestas emocionales proceden del temperamento por lo que son difícilmente modificables pero la educación sí puede cambiar la estructura de nuestro cerebro aprovechando la plasticidad. El esfuerzo merece la pena.

Por último, Marina se centra en la inteligencia ejecutiva, la que lleva a la práctica lo planeado, la responsable de pasar a la acción. Docentes y padres deberán potenciar la voluntad, como capacidad de hacer proyectos, la dilación en el tiempo de la recompensa, etc. Somos capaces de anticipar el futuro y proyectar lo que deseamos a muy largo plazo.

Educar a un hijo no es fácil, de hecho, las dudas aguardan a cada instante porque la teoría siempre parece sencilla, evidente; la práctica, inalcanzable. Muchos factores nos desvían de lo que sabemos que debemos hacer. El cansancio, la paciencia que nuestros hijos saben llevar al límite, los consejos ajenos que parecen funcionar en todos los niños menos en los propios, todo conspira para que no siempre nos comportemos como sabemos que debemos hacerlo y no siempre sepamos cómo hacerlo. Por eso, y porque queremos a nuestros hijos, tener unas cuantas ideas claras será un gran ayuda.

Como nuestros hijos, debemos aprender a retrasar la recompensa, a saber que nuestros esfuerzos de hoy, darán su fruto mañana. Como ellos, nuestros cerebros se adaptan a las circunstancias y nos superamos cuando queremos superarnos. Y por ello, cuando les educamos, nos educamos.



6 de noviembre de 2011

Isla de Nam (Pilar Alberdi)



Isla de Nam -o de los Sueños, o de las Rocas- se encuentra en un incierto lugar entre la Venecia de los dogos y la China de las especias, en los tiempos en que Marco Polo había regresado de su viaje y los canales ardían de rumores sobre sus palabras. Un tiempo en el que lo que ocurre en el lejano reino del Gran Kan resulta tan increíble que apenas se puede separar lo real de lo imaginario; tan extravagantes resultan ambos, tan increíbles pero, al tiempo, tan fáciles de creer para unos hombres que sólo de las palabras viven, que apenas han visto más que lo que se extiende ante sus ojos y que, por tanto, dependen de las palabras de los marineros, de sus fábulas y cuentos, de sus fanfarronas bravatas, para comprender que el mundo allá fuera es tan intenso y brillante como hacen suponer las riquezas que los barcos traen en sus bodegas.


Y es precisamente en ese lugar y tiempo en el que Pilar Alberdi desea centrar su historia. Un tiempo de viajes y aventuras, de fantasías y sueños. Un momento histórico concreto pero con cierto aire de fábula irreal en la que poder contarnos su historia, la historia de Giacomo Baldosini, que partió de Venecia para hacer fortuna y merecer el amor de su prima, Elisa Daltieri, pero naufragó en la isla de Nam. Y en esa isla ignota pasa sus días recordando las palabras de su amada, las historias que ella inventaba y en las que el protagonista siempre era él, como príncipe o como rey, siempre él. Y Giacomo, incapaz de devolverle una historia, sin imaginación para tan poco, sólo puede formular su promesa de amor, de amor eterno, claro está. Nunca la dejará, nunca la abandonará, …


A estas alturas parece claro que, al menos a mi juicio, la clave del libro es precisamente el valor de la palabra. En primer lugar, el respeto a la palabra dada en esa promesa de amor a que hacía referencia, fidelidad que Giacomo guarda cada día de su vida.

Pero la palabra también es protagonista en otros muchos aspectos. Palabras es lo que Elisa da a Giacomo, y palabras son lo que ella le reclama. Tiempo después, ya náufrago en Nam, Giacomo parece cobrar conciencia de sí mismo y ante los sorprendidos habitantes de Nam, narra sin tregua las historias que oyó de labios de su amada, pero también las que inventa, ganada ya la imaginación. Y sus palabras parecen no destinadas a nadie ya que no habla la lengua de Nam y sus pequeños habitantes no le comprenden aunque todos le escuchan con fascinación. Igual que él escuchaba a Elisa sin apenas oír sus palabras.

De palabras también entiende lo suyo la autora de esta pequeña obra de difícil catalogación ya que ha publicado diversos libros de poesía, teatro y narración. Varios premios avalan su trayectoria pero, en mi caso, es este libro el que justifica el reconocimiento.


El texto nos sugiere hechos esquemáticos, envueltos en un hermoso disfraz que cruza con acierto el género del relato breve con la poesía. Es el tono general del libro el mayor logro de su autora ya que se puede abrir cualquier página al azar y encontrar ese mismo aliento con el que se inicia la narración.

El ritmo es otro compañero presente en Isla de Nam, cuya lectura se acompasa con frecuentes repeticiones (el omnipresente “¡Escuchad, escuchad!” que sólo puede invocar quien tenga algo contar) e imágenes recurrentes que, sin embargo, inadvertidamente, nos llevan hacia el final de la narración.


En su brevedad no adelantaremos el final del libro, ya que, al igual que la Ítaca de Cavafis, su riqueza no se encuentra en el destino, sino en el viaje de su lectura, pero sí diremos que quien llegue a su última página habrá conocido una hermosa historia, multitud de imágenes y sorprendentes metáforas y, sobre todo, palabras, bellas palabras como recuerdo de la travesía.